Alienación, Odio y el Auge del Neofascismo: ¿Cómo Hemos Llegado Hasta Aquí?
Si hay algo que define nuestra época es la sensación de desarraigo. Una sensación de que algo no encaja, de que la sociedad en la que vivimos no nos pertenece realmente. De que estamos atrapados en una estructura que nos aliena, nos enfrenta unos con otros y nos impide encontrar un sentido real en nuestra existencia.
El problema no es nuevo. Karl Marx fue el primero en ponerle nombre: alienación. Desde su perspectiva, el capitalismo nos separa del fruto de nuestro trabajo, de nuestra creatividad, de nuestra esencia humana y, en última instancia, de los demás. Pero lo que estamos viendo en las últimas décadas no es solo una alienación económica, sino también cultural y política. La fragmentación del tejido social, la precariedad, la soledad y la desinformación han generado un caldo de cultivo donde el descontento encuentra salidas peligrosas.
El auge de discursos extremistas, el odio exacerbado en redes sociales, la radicalización política y la apropiación de viejas ideas totalitarias como el fascismo o el nazismo son síntomas de un malestar profundo. Un malestar que la izquierda, incapaz de conectar con las clases populares, ha dejado en manos de la extrema derecha, permitiendo que partidos como Vox canalicen el descontento y lo conviertan en resentimiento dirigido contra enemigos concretos.
Y la pregunta que surge es: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
De la alienación de Marx a la angustia de Fromm
Marx explicó la alienación como el resultado de un sistema económico que reduce al ser humano a una pieza dentro de una maquinaria productiva. La persona ya no es dueña de su tiempo ni de su trabajo, sino que se convierte en un engranaje más de un sistema que la explota y la desgasta.
Con el tiempo, esta alienación económica evolucionó hasta convertirse en algo más complejo. Ya no es solo el trabajo lo que nos separa de nuestra esencia, sino toda la estructura social. La precariedad laboral, la hiperconectividad digital, el consumismo extremo y la erosión de la comunidad han dejado al individuo desprotegido, sin referentes, sin arraigo y sin certezas.
Erich Fromm, psicoanalista y filósofo social, advirtió hace décadas que este vacío existencial podía llevar a la gente a huir de la libertad y refugiarse en ideologías autoritarias que ofrecieran respuestas simples a problemas complejos. Cuando la gente se siente perdida, busca líderes que le den certezas, incluso si esas certezas son peligrosas o ficticias.
Hoy en día, este fenómeno es más visible que nunca. La sensación de abandono, el miedo al futuro y la fragmentación social han hecho que muchas personas canalicen su desesperanza a través del odio, convirtiendo a los inmigrantes, las feministas, los progresistas o cualquier otro colectivo en el enemigo a combatir.
Pero hay algo más: no solo estamos alienados de nuestra vida, sino también de la política.
La política convertida en espectáculo: la batalla cultural perdida por la izquierda
Hace años, la política solía estar anclada en proyectos colectivos, en debates sobre justicia social, economía y derechos humanos. Hoy, la política es puro espectáculo.
En lugar de ideas, tenemos eslóganes vacíos. En lugar de debates, tenemos virales en redes sociales. En lugar de partidos que busquen el bien común, tenemos marcas políticas que solo buscan ganar la guerra cultural para movilizar a su electorado.
La izquierda, en este contexto, ha perdido completamente la batalla cultural.
Mientras que la extrema derecha ha sabido conectar con las emociones de la gente –especialmente el miedo, la rabia y la frustración–, la izquierda ha quedado atrapada en discursos moralizantes, en debates internos interminables y en una desconexión total con la realidad de la mayoría.
La izquierda dejó de hablar de salarios, vivienda y derechos laborales para enfocarse en un discurso identitario que, aunque importante, no ha sabido ser explicado sin caer en el elitismo. Y así, gran parte de la población ha sido empujada a los brazos de la extrema derecha, que ha vendido un mensaje simplista pero efectivo.
Y mientras la izquierda sigue entretenida en estos debates internos, el mundo gira hacia el autoritarismo.
El auge global de los nuevos totalitarismos y su buena aceptación
En la última década, el mundo ha presenciado un preocupante ascenso de líderes y movimientos de extrema derecha con tintes autoritarios. Desde Bolsonaro en Brasil, Milei en Argentina, Trump en Estados Unidos, hasta el ascenso de AfD en Alemania, Orbán en Hungría, Meloni en Italia y Le Pen en Francia, la tendencia es clara: el descontento ha sido hábilmente canalizado por estos líderes, quienes han ofrecido respuestas simplistas y discursos emocionales que resuenan en una sociedad cansada de la incertidumbre.
El discurso ultraderechista ha logrado permear en las masas gracias a su capacidad de imponer narrativas nacionales y populares mientras la izquierda se enredaba en debates académicos que la alejaban del ciudadano común.
Ejemplos como la falta de renovación de la izquierda en Brasil tras los escándalos de corrupción, la desconexión del Partido Demócrata en EE.UU. con la clase obrera blanca, la fragmentación de la izquierda francesa o la debilidad de la oposición húngara ante Orbán demuestran que la falta de un proyecto ilusionante y unitario ha permitido que el autoritarismo gane terreno sin demasiada resistencia.
Ganar la batalla cultural: el único camino para frenar el totalitarismo
Si algo ha quedado claro en los últimos años es que derrotar a la ultraderecha requiere primero derrotarla en el plano cultural. No basta con responder a sus provocaciones, hay que redefinir el debate público, conectar con las preocupaciones reales de la gente y recuperar un discurso de esperanza.
Para ello, es imprescindible:
Recuperar la justicia social como prioridad: Salarios dignos, acceso a la vivienda, condiciones laborales justas. Sin esto, la extrema derecha seguirá ganando adeptos.
Un discurso progresista claro y accesible: La izquierda debe dejar de hablar para sí misma y construir un mensaje que interpele a la mayoría.
Regular los algoritmos y la desinformación en redes: El odio vende, la polarización genera engagement. Es hora de poner límites.
Fomentar el diálogo y la cohesión social: La política no puede seguir siendo un campo de batalla, debe volver a ser una herramienta de transformación real.
Una alianza global en defensa de la democracia: No se trata de izquierda contra derecha, sino de democracia contra autoritarismo.
Conclusión: O recuperamos el sentido, o nos hundimos en el caos
Estamos en un punto de inflexión. Si no hacemos algo, la alienación seguirá aumentando, la polarización seguirá creciendo y el odio seguirá propagándose. La experiencia reciente demuestra que derrotar políticamente a estos movimientos autoritarios requiere primero derrotarlos en el plano cultural. No bastan las alianzas electorales de último minuto ni confiar en el desgaste de los ultras por su mala gestión; es imprescindible librar y ganar la batalla de las ideas, los valores y el relato. Como advierten los pensadores gramscianos, la llamada “guerra cultural” no es una distracción menor, es la lucha por la hegemonía política y moral de la sociedad. Implica disputar criterios, valores, propuestas y visiones del mundo en la conciencia pública. La izquierda debe reconocer que no es suficiente tener las mejores propuestas técnicas o “tener razón” en un debate: de poco sirve eso si la mayoría social no las siente propias. Por eso, la batalla cultural supone dar la pelea en todos los frentes de la sociedad –medios de comunicación, redes sociales, escuelas, conversación cotidiana– para reconectar con las aspiraciones y temores de la gente, resignificando conceptos como patria, libertad, orden o justicia social desde una perspectiva democrática e inclusiva.
Ganar la batalla cultural implica construir un nuevo relato esperanzador que pueda competir con el simplismo reaccionario. La derecha radical ofrece explicaciones fáciles (culpar al inmigrante, al “marxismo cultural” o a la casta política) y promesas de mano dura; la izquierda debe contrarrestarlo con un imaginario movilizador propio: uno que combine seguridad económica con pluralismo, orgullo nacional con solidaridad, y tradición con derechos humanos. Se trata de recuperar la iniciativa narrativa y no limitarse a reaccionar indignado ante cada provocación ultraderechista. Por ejemplo, en lugar de solo repudiar el racismo o misoginia de estos líderes (lo cual es necesario pero no suficiente), hay que proponer una identidad nacional alternativa donde la diversidad sea parte del orgullo colectivo, y hacer pedagógia política para desmontar los mitos del odio con mensajes simples y emotivos. Asimismo, es crucial volver a las bases populares: escuchar activamente el malestar de los obreros, campesinos y clases medias precarizadas, e incorporar sus demandas legítimas (empleo digno, seguridad en las calles, protección frente a la globalización) en un proyecto progresista coherente. Cuando la gente siente que la izquierda habla de sus problemas reales (y no solo de agendas urbanas cosmopolitas), es más difícil que caigan presa del canto de sirena autoritario.
La experiencia latinoamericana reciente muestra la importancia de este frente cultural. En Argentina, el kirchnerismo reconoció tardíamente que estaba “transitando una profunda derrota cultural”, según palabras de uno de sus referentes, al constatar cómo el mensaje liberal-radical de Milei caló en amplios sectores, especialmente jóvenes. Milei y sus aliados entendieron la batalla cultural: nada más asumir, lanzaron medidas simbólicas para cimentar su visión de país (disolvieron el Instituto contra la Discriminación, cerraron el Ministerio de la Mujer, prohibieron el lenguaje inclusivo y rebautizaron salones oficiales con nombres de próceres tradicionales, en un esfuerzo por desmontar determinados valores progresistas. Estas acciones muestran que, para la nueva extrema derecha, la cultura es tan importante como la economía o la seguridad a la hora de transformar la sociedad a su imagen. Ante ello, la resistencia democrática no puede limitarse a esperar resultados electorales: debe dar la batalla en el terreno de los símbolos, la memoria y la identidad colectiva. Esto significa revivir la pedagogía política de largo aliento: debates públicos, construcción de medios alternativos, narrativas en redes sociales, formación en escuelas y sindicatos, producción de arte y entretenimiento con contenido social, etc. El objetivo es re-equilibrar el campo de juego ideológico, hoy escorado hacia postulados reaccionarios en muchos lugares.
En última instancia, frenar el auge de estos movimientos de corte totalitario pasa por ganar corazones y mentes, no solo por acuerdos de élite o maniobras institucionales. La historia enseña que las raíces del fascismo se combaten plantando firmemente las raíces de una cultura democrática en la sociedad. Si la izquierda y los demócratas quieren prevalecer, deben arrebatarle a la extrema derecha el monopolio de la rebeldía y el discurso antiélite, ofreciendo una rebeldía diferente –solidaria, inclusiva y progresista– que resulte atractiva para las mayorías.
Pero aún hay tiempo para reaccionar. Aún podemos recuperar el debate, la empatía y la política como herramienta de cambio real.
No es fácil. Pero la alternativa –un mundo dominado por la desinformación, el fanatismo y la violencia ideológica– es demasiado peligrosa como para quedarnos de brazos cruzados.