Hacia un Marxismo Más Humano: El Legado de Erich Fromm
¿Qué Quería Realmente Marx?
Hablar de marxismo es, sin duda, adentrarse en un terreno plagado de prejuicios, tergiversaciones y manipulaciones históricas. Dependiendo de quién utilice el término, puede ser interpretado como un símbolo de libertad y justicia social o como la antesala de la opresión y la pérdida de derechos individuales. No se trata de una ideología neutral, no porque sus principios sean intrínsecamente controvertidos, sino porque ha sido objeto de interpretaciones polarizadas que han construido un relato en el que el marxismo puede representar tanto salvación como condena, emancipación como dictadura, utopía como pesadilla.
Esta dualidad se debe, por un lado, a su instrumentalización por parte de regímenes totalitarios como la URSS, el maoísmo o Corea del Norte, que han cometido atrocidades en nombre de un ideal que, en muchos casos, poco tenía que ver con su esencia original. Y, por otro lado, a la utilización del término como herramienta de propaganda por parte de regímenes capitalistas como Estados Unidos y líderes políticos nacionales de distintos países que han calificado como "marxista" cualquier medida que implique intervención estatal o redistribución de la riqueza, generando un miedo infundado y reduciendo el debate a una confrontación ideológica simplista.
Lo mismo ocurre con la palabra socialismo, que a lo largo de la historia ha sido utilizada de manera ambigua y contradictoria. Para algunos, representa el camino hacia la equidad, el reparto justo de los recursos y la democratización de la economía. Para otros, es sinónimo de represión estatal, burocracia excesiva y anulación de las libertades individuales. Lo interesante es que la interpretación de estos términos no se basa únicamente en sus significados originales, sino en cómo han sido utilizados y manipulados en el discurso político y mediático. Estos dos párrafos se abordarán más adelante.
Un caso reciente de esta instrumentalización del lenguaje lo encontramos en la frase “Comunismo o Libertad”, esgrimida por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Esta dicotomía plantea un escenario donde el comunismo es sinónimo de opresión y la libertad se asocia exclusivamente con el modelo liberal. No es un discurso aislado, sino parte de una estrategia más amplia en la que el socialismo y el comunismo son utilizados como espantapájaros para rechazar cualquier tipo de reforma social o intervención estatal en la economía.
El problema con estas simplificaciones es que generan un ambiente de intolerancia y desinformación. En muchas conversaciones políticas, el mero hecho de mencionar términos como marxismo o socialismo puede desencadenar reacciones viscerales antes incluso de que se explique su contexto. Se han convertido en palabras tóxicas, que invitan más al rechazo inmediato que al análisis profundo. Y este fenómeno tiene consecuencias.
Un ejemplo claro de cómo el miedo a estas palabras ha sido utilizado de forma tendenciosa lo encontramos en el artículo 33.3 de la Constitución Española, que establece:
“Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las leyes.”
Si este párrafo apareciera en un manifiesto político sin contexto, muchas personas lo calificarían inmediatamente de “comunista” o de una idea inspirada en el socialismo más radical. Sin embargo, no es más que una norma de derecho constitucional presente en numerosos sistemas democráticos, incluyendo algunos de los más capitalistas del mundo. Reconoce la propiedad privada, pero establece que el Estado tiene la capacidad de expropiar bienes en casos justificados y con compensación económica.
Aquí surge un dilema: si el socialismo es una amenaza, pero la propia Constitución contempla medidas que podrían ser consideradas socialistas, entonces, ¿es la Constitución Española comunista? La respuesta es evidentemente no. Sin embargo, este tipo de argumentos han sido utilizados reiteradamente en el debate político para generar miedo y rechazo hacia cualquier medida que implique intervención estatal, sin detenerse a analizar su contexto.
La paradoja de este tipo de discursos es que terminan desacreditando incluso principios básicos del Estado de derecho, presentando como una amenaza lo que, en realidad, es una medida de regulación presente en casi todas las democracias modernas. La expropiación no es exclusiva del socialismo, sino una herramienta de gestión pública utilizada incluso en economías de mercado, donde el Estado necesita intervenir para equilibrar intereses privados con necesidades colectivas.
Si la política se reduce a etiquetar todo lo que implique regulación como comunismo, entonces se pierde cualquier posibilidad de un debate racional sobre los límites del Estado y el mercado. Más aún, se genera un ambiente en el que el miedo a ciertas palabras reemplaza cualquier intento de comprender su significado real.
Este fenómeno no es nuevo. El socialismo ha sido utilizado como un arma retórica en innumerables ocasiones a lo largo de la historia. Se ha usado para legitimar dictaduras, para justificar invasiones, para sembrar miedo en sociedades democráticas y para desacreditar cualquier intento de redistribución económica. Es un término que se adapta a las necesidades del momento, utilizado tanto por quienes buscan controlarlo todo como por quienes buscan rechazar cualquier alternativa al capitalismo más extremo.
Pero si algo nos enseña este debate es que las palabras importan. No solo por lo que significan, sino por cómo se utilizan y manipulan. Y en una sociedad donde el miedo al lenguaje se impone sobre el análisis crítico, la política deja de ser un espacio de discusión para convertirse en un campo de batalla donde el que grita más fuerte y confronta unas ideas desde el caos impone su versión de la realidad.
Hablar de marxismo o socialismo no debería ser un tabú, ni motivo de alarma. Debería ser un ejercicio de reflexión crítica, sin etiquetas simplistas ni prejuicios heredados. Porque si permitimos que ciertas palabras sean secuestradas por la propaganda, estaremos condenados a debatir sobre eslóganes, en lugar de discutir sobre ideas.
El Socialismo Como Bulo: Entre la Manipulación y la Propaganda
La palabra socialismo es una de las más pervertidas dentro del espectro ideológico, hasta el punto de haber perdido su significado original. Dependiendo del contexto en el que se mencione, puede ser interpretada como un sinónimo de represión y control estatal o como un ideal de justicia y equidad. Esta ambigüedad no es casual: es el resultado de décadas de manipulación política y mediática, donde el término ha sido utilizado tanto para legitimar regímenes autoritarios como para desacreditar cualquier intento de reforma social en sociedades capitalistas.
Históricamente, el socialismo ha sido empleado por ciertos países como una excusa para establecer dictaduras, aunque en la práctica estos regímenes poco tenían que ver con la idea de emancipación humana propuesta por Karl Marx. A lo largo del siglo XX, el socialismo se convirtió en una herramienta retórica, tanto para justificar sistemas políticos como para sembrar miedo en sus adversarios.
Uno de los mayores problemas con el uso histórico del término socialismo es que ha sido instrumentalizado por regímenes autoritarios para consolidar su poder. Bajo la bandera del socialismo, se han justificado dictaduras, censura, purgas políticas y sistemas de control absoluto sobre la población.
URSS y el socialismo de Estado: Durante la era soviética, el socialismo dejó de ser una filosofía de emancipación y se convirtió en un modelo de administración burocrática y centralizada, donde el Estado se erigió como el único propietario de los medios de producción. Lo que comenzó como una revolución popular terminó convirtiéndose en un sistema rígido y totalitario, en el que la represión política fue necesaria para mantener el control.
China y el maoísmo: Bajo el mandato de Mao Zedong, China llevó a cabo políticas como el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, que en nombre del socialismo resultaron en hambrunas masivas y persecuciones políticas. Aquí, el socialismo dejó de ser un ideal de justicia para convertirse en un instrumento de adoctrinamiento y vigilancia social.
Corea del Norte y la autodenominación socialista: A pesar de que el régimen norcoreano se autoproclama socialista, en la práctica funciona como una monarquía hereditaria donde la dinastía Kim ha mantenido el poder absoluto durante décadas.
Lo que estos regímenes tienen en común no es el socialismo en su esencia, sino el uso del término como justificación para la concentración del poder y el sometimiento de la sociedad a un Estado totalitario.
En el lado opuesto del espectro ideológico, el socialismo ha sido utilizado en las democracias occidentales como un bulo para generar miedo y evitar cambios estructurales en el sistema capitalista. Cada vez que se propone una política que busque reducir la desigualdad o aumentar la intervención del Estado en la economía, surgen acusaciones de que es el primer paso hacia el comunismo o la dictadura.
Ejemplos de cómo el socialismo ha sido utilizado como un espantapájaros:
Estados Unidos y la Guerra Fría: Durante décadas, cualquier política de bienestar social en EE.UU. fue tachada de "socialista" o "comunista", incluso cuando solo se trataba de propuestas de sanidad pública o educación gratuita, medidas que en otros países capitalistas han sido normales.
El caso de Bernie Sanders: Sanders, quien defiende un modelo socialdemócrata similar al de los países nórdicos, ha sido etiquetado como un "peligro socialista" por sus opositores, a pesar de que su propuesta no busca abolir el capitalismo, sino regularlo.
América Latina y el discurso del miedo: En muchos países latinoamericanos, el término socialismo se ha utilizado para justificar golpes de Estado o para deslegitimar a gobiernos progresistas, sin importar si sus políticas realmente encajan en un modelo socialista.
Esta táctica tiene un objetivo claro: bloquear cualquier intento de redistribución económica o de regulación del mercado al asociarlo con los fracasos de los regímenes totalitarios del siglo XX. En este sentido, el socialismo se convierte en una palabra vacía, utilizada más para atacar y desprestigiar que para describir una realidad concreta.
Entonces, no lo tengo claro, ¿qué es el socialismo?
Después de décadas de manipulación, es difícil encontrar un significado único y universal para la palabra socialismo. No obstante, en su esencia, el socialismo no es ni una dictadura burocrática ni la eliminación total del mercado, sino una filosofía política y económica que busca garantizar la justicia social y la equidad en la distribución de recursos. El socialismo como corriente política y económica no tiene un único origen, sino que se desarrolla a lo largo del siglo XIX como respuesta a la Revolución Industrial y sus consecuencias sociales. Además, tiene sus orígenes en pensadores como Jean-Jacques Rousseau, Robert Owen, Charles Fourier, etc… Sin embargo, el socialismo moderno, entendido como una alternativa organizada al capitalismo, surge con el crecimiento del movimiento obrero y la formulación de teorías sobre la lucha de clases y la redistribución de la riqueza.
Eduard Bernstein fue una figura clave en la evolución del socialismo. En 1879, dentro del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), introdujo la idea del socialismo reformista, argumentando que el cambio no debía darse a través de la revolución violenta, sino mediante reformas graduales dentro del sistema democrático. Su visión, conocida como "revisionismo", contrastaba con el marxismo ortodoxo, que abogaba por la abolición del capitalismo a través de una revolución proletaria.
El Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) se convirtió en el primer gran partido socialista de Europa en 1879, consolidando un movimiento que marcaría la división entre el socialismo reformista y el socialismo revolucionario. Ese mismo año, en España, se fundó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de la mano de Pablo Iglesias, con un ideario inicialmente alineado con el marxismo ortodoxo.
Con el crecimiento del movimiento obrero y la expansión del debate sobre las estrategias para alcanzar el socialismo, las diferencias entre ambas corrientes se hicieron más evidentes en la Segunda Internacional (1889). En este contexto, Eduard Bernstein emergió como una figura clave al cuestionar la idea de que el socialismo solo podía lograrse mediante la revolución. Su pensamiento impulsó un revisionismo del marxismo, argumentando que las sociedades podían avanzar hacia un modelo socialista mediante reformas progresivas dentro del sistema democrático y capitalista, en lugar de buscar una ruptura violenta con el orden existente.
Este enfoque derivó en lo que hoy conocemos como socialdemocracia, una corriente que mantiene los ideales de justicia social e igualdad, pero que rechaza la abolición del capitalismo y en su lugar promueve su regulación para garantizar el bienestar colectivo. La socialdemocracia defiende la combinación entre economía de mercado y políticas de redistribución, apoyando la existencia de un Estado fuerte que intervenga para corregir las desigualdades generadas por el libre mercado. Este modelo se basa en principios como la expansión de los derechos sociales, el fortalecimiento del Estado de bienestar, la protección de los derechos laborales y la búsqueda de una sociedad más igualitaria a través de impuestos progresivos y acceso universal a servicios esenciales.
Lo que comenzó como una adaptación del marxismo a las realidades del capitalismo terminó consolidándose como un modelo político propio. Con el paso del tiempo, muchos partidos socialistas europeos, incluido el PSOE, fueron adoptando los postulados de la socialdemocracia, abandonando la lucha revolucionaria y apostando por la vía parlamentaria como el camino legítimo para transformar la sociedad.
Los bulos y la desinformación en el debate político
El socialismo, el marxismo y la socialdemocracia han sido tergiversados y manipulados a lo largo de la historia, convirtiéndose en herramientas de propaganda tanto para justificar regímenes autoritarios como para desacreditar cualquier intento de redistribución económica o regulación del mercado. Estas ideologías han sido instrumentalizadas de manera contradictoria: mientras algunos regímenes autoritarios las han usado como justificación para concentrar el poder, otros las han convertido en una amenaza ficticia para frenar cualquier avance social.
Es especialmente vergonzoso cómo ciertos bulos descarados han sido repetidos hasta la saciedad para generar miedo. En Estados Unidos, cualquier política de bienestar social ha sido tachada de "comunismo", incluso cuando se trata de reformas moderadas como el acceso universal a la sanidad o la educación pública gratuita. Líderes como Donald Trump han utilizado este discurso de forma deliberada para polarizar a la sociedad, lanzando frases como "Si los demócratas ganan, Estados Unidos será como Venezuela", asociando cualquier medida progresista con el colapso económico y la dictadura. Este tipo de afirmaciones simplistas no solo desinforman, sino que impiden un debate racional sobre modelos económicos y políticos.
Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. En América Latina, Europa y otras regiones, el socialismo ha sido utilizado como un espantapájaros ideológico para desacreditar gobiernos democráticos, aunque sus políticas estén más alineadas con la socialdemocracia que con el comunismo. Se ha convertido en una palabra vacía, usada tanto para justificar autoritarismos como para bloquear reformas sociales.
La gran paradoja es que quienes más claman por la libertad de expresión lo hacen muchas veces desde la desinformación, fomentando un clima de miedo y propaganda en lugar de promover el pensamiento crítico. Cuando se sustituyen los hechos por narrativas emocionales y se reduce la política a una lucha entre eslóganes, la democracia misma se debilita.
Si queremos avanzar hacia un debate político más honesto, es fundamental desenmascarar estas manipulaciones y analizar la historia con rigor. La cuestión central no es si el socialismo es bueno o malo, sino cómo se han utilizado sus principios a lo largo de la historia y qué lecciones podemos extraer. No podemos permitir que la política se reduzca a un juego de polarización basado en el miedo, sino que debemos reivindicar el diálogo informado y el análisis crítico.
El verdadero conflicto no es entre socialismo y capitalismo, sino entre la verdad y la manipulación, entre el conocimiento y el miedo irracional. La política debe ser un espacio de reflexión seria, no una guerra de etiquetas sin contenido.
El marxismo humanista de Erich Fromm
Para Fromm, el marxismo auténtico no tenía nada que ver con el dogmatismo ni con el autoritarismo estatal. Sin embargo, a lo largo de la historia, las interpretaciones del marxismo han reducido sus ideas a una mera teoría económica o política, dejando de lado su dimensión más profunda: la crítica a la alienación del ser humano. Fromm rescató la esencia humanista del pensamiento de Marx, subrayando que el filósofo alemán no estaba en contra de la libertad individual en sí misma, sino de una libertad ilusoria, sustentada en la explotación y en una sociedad que impide el desarrollo pleno de las personas.
No obstante, Fromm también identificó vacíos fundamentales en el pensamiento marxista, entre ellos, la falta de atención a la psicología y las emociones del ser humano, lo que en definitiva podemos traducir como una omisión de la salud mental en el análisis del sistema capitalista. Mientras Marx centró su estudio en las relaciones económicas y la lucha de clases, Fromm entendía que estas relaciones no solo estaban determinadas por la estructura económica, sino también por factores psicológicos y biológicos que moldean la manera en que los individuos interactúan con su entorno.
Desde la perspectiva marxista, la relación dialéctica entre el ser humano y la naturaleza genera un proceso de producción que determina la realidad social, un fenómeno que posteriormente será abordado desde el materialismo histórico. Sin embargo, el marxismo tiende a encasillar las relaciones sociales dentro de una lógica puramente existencial, sin profundizar en los efectos emocionales y subjetivos que la alienación puede generar en los individuos. Marx, en su análisis de la alienación del trabajo, se enfocó en cómo el sistema capitalista despoja al trabajador del control sobre su producción, pero no profundizó en cómo esta alienación se convierte en una crisis existencial y psicológica.
Aquí surge una cuestión fundamental: ¿son realmente más justas las sociedades en las que los individuos pueden desarrollar su racionalidad en condiciones de igualdad? A primera vista, la respuesta parece obvia. La igualdad de oportunidades y la equidad en el acceso a recursos básicos se presentan como principios esenciales para el progreso. Sin embargo, el problema radica en cómo se alcanza esa igualdad formal, una aspiración que ha sido objeto de debate desde la Revolución Francesa.
Fromm advertía que alcanzar una sociedad más justa no es simplemente una cuestión de redistribución económica o de eliminación de las clases sociales, sino también de transformar la forma en que el ser humano se concibe a sí mismo dentro del sistema. Si la igualdad se limita a lo material, pero no se acompaña de una transformación psicológica, lo que se obtiene no es una sociedad libre, sino una nueva forma de opresión, donde los individuos siguen estando alienados, aunque bajo nuevas estructuras.
Además, la desigualdad no solo es económica o social; es también emocional y existencial. Un sistema que despoja a los individuos de su capacidad de decidir sobre sus propias vidas, incluso en un contexto de igualdad material, sigue siendo una estructura que impide el desarrollo humano pleno. La verdadera justicia social no solo se mide en términos económicos, sino en la posibilidad real de que cada individuo desarrolle su identidad, su creatividad y su sentido de propósito en la vida.
Por lo tanto, la cuestión no es solo cómo llegar a la igualdad formal, sino cómo construir una sociedad que permita la autorrealización del ser humano en todas sus dimensiones: material, emocional y psicológica. Sin este enfoque, cualquier intento de transformación estructural corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de alienación.
Tras este análisis, algunos podrían pensar que Fromm pretende destruir el marxismo clásico, pero no es así. Su objetivo no es refutar a Marx, sino señalar el error de haber concebido la desigualdad exclusivamente como una cuestión económica, dejando de lado otros factores determinantes, como la psicología y la dimensión emocional del ser humano.
Ambos compartían una crítica a la superestructura—es decir, el conjunto de leyes, ideas, costumbres y cultura que emergen de una forma de producción específica—y coincidían en la denuncia de la explotación de una clase sobre otra. Sin embargo, Fromm sostenía que el marxismo, en su aplicación práctica, podía derivar en una nueva forma de desigualdad, donde el poder no desaparecía, sino que se redistribuía en manos de una nueva élite dominante.
Podemos concluir que Erich Fromm, influenciado por la Escuela Freudiana, llevó a cabo un revisionismo del marxismo clásico, adaptándolo a las transformaciones de la modernidad en la segunda mitad del siglo XX. De esta manera, dio origen a una corriente de pensamiento renovada y centrada en la dimensión humana del sistema económico: el marxismo humanista.