La Moda de Atacar al Vulnerable: Populismo, Derechos y Olvido

Hay algo profundamente inquietante en el hecho de que en pleno siglo XXI, en medio de crisis sociales, ecológicas y económicas, lo que esté de moda no sea la empatía o la solidaridad, sino señalar al diferente. Al débil. Al que viene en un cayuco. A quien no tiene ni voz ni herramientas para defenderse. Una tendencia que se traduce en un nuevo tipo de matonismo político: disfrazado de rebeldía, pero que no ataca a quien te exprime, sino al más vulnerable.

Erich Fromm, en El miedo a la libertad, ya advirtió de este fenómeno. Cuando el ser humano se enfrenta al vértigo de una libertad que no sabe gestionar, aparece el deseo de fundirse con algo más grande: una masa, una ideología, una bandera. Lo que surge no es racionalidad, sino emoción desbordada. Y esa emoción —el miedo, la rabia, la inseguridad— es fácilmente manipulable. Es el principio contrario a Descartes. No es “pienso, luego existo”, sino “siento, luego ataco”. La emoción, decía Fromm, es el mayor poder del ser humano, pero también su vía más directa hacia la irracionalidad. Y ahí es donde el populismo encuentra terreno fértil.

Hoy, parecer valiente en política no es enfrentarse a los poderosos, sino burlarse del que apenas sobrevive. Es una forma de bullying institucional que se alimenta del discurso de los medios digitales de derechas, de bulos que se viralizan, de vídeos con música épica y estética de guerra cultural, mientras se presenta como héroe a quien en realidad solo refuerza las estructuras de dominación.

El caso del famoso cartel electoral de Vox en Madrid —donde se comparaba lo que supuestamente recibía un MENA con la pensión de una abuela— no es solo propaganda racista: es una distorsión deliberada de la realidad. La cifra que se atribuía al menor extranjero era falsa, manipulada, desmentida por múltiples medios. Pero no importaba. El objetivo no era informar, era generar odio. Miedo. Y canalizar ese miedo hacia el eslabón más débil.

Mientras tanto, nadie se acuerda de que durante la crisis del ladrillo se arrebataron más de cinco millones de viviendas sociales en España. Hoy apenas quedan alrededor de 300.000 viviendas públicas disponibles, una cifra ridícula que nos coloca a la cola de Europa en vivienda social. ¿Y quién se quedó con esas casas? Fondos buitre como Blackstone, que compraron miles de viviendas con el beneplácito de administraciones públicas y bancos rescatados con dinero de todos. Aquí el artículo 47 de la Constitución es claro: "Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. [...] La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos". Sin embargo, esa promesa constitucional se incumple cada día.

En educación ocurre algo parecido. En Madrid, hay 13 universidades privadas frente a solo 5 públicas. La balanza se inclina claramente hacia un modelo donde estudiar ya no es un derecho, sino un privilegio. Acceder a una formación de calidad es cada vez más complicado si no tienes recursos. El artículo 27 de la Constitución garantiza el derecho a la educación, con libertad de enseñanza, pero también la obligación de los poderes públicos de garantizar ese derecho para todos. La desigualdad educativa que genera la privatización es una forma encubierta de exclusión.

Y lo mismo con la sanidad. Los procesos de privatización encubierta han deteriorado gravemente la calidad y el acceso a la sanidad pública. Listas de espera eternas, recortes de personal, hospitales que funcionan como empresas. Pero de nuevo, no se señala a quienes desmontan el sistema desde dentro, sino a quien apenas consigue ser atendido. El artículo 43 de la Constitución dice: "Se reconoce el derecho a la protección de la salud". Sin embargo, en la práctica, se prioriza la rentabilidad sobre el bienestar.

En estos tiempos también se ha puesto sobre la mesa, de forma sesgada, el debate sobre la libertad de expresión. Quequé, humorista de izquierdas, fue llevado a juicio por hacer un sketch donde decía que “habría que volar el Valle de los Caídos”. Fue absuelto, como no podía ser de otra forma, porque el sarcasmo y el humor están amparados por el derecho a la libertad de expresión. Pero, ¿dónde están los que entonces se rasgaban las vestiduras cuando esa misma libertad es esgrimida ahora por la extrema derecha?

Isabel Peralta, activista neonazi, ha sido condenada a un año y medio de prisión por incitación al odio y apología del nazismo. Ha pronunciado discursos abiertamente racistas como “el judío es el problema” o “muerte al invasor”, frente a embajadas extranjeras y manifestaciones públicas, haciendo el saludo nazi. No es un acto de expresión, es un delito penal, como estipula el Código Penal español. Además, es defensora de la teoría del reemplazo, que afirma sin ningún fundamento que la población europea está siendo sustituida por inmigrantes, una idea compartida por numerosos movimientos supremacistas internacionales.

Todo esto se agrava cuando observamos la indulgencia —o incluso el apoyo tácito— que reciben figuras como Peralta o plataformas como Hazte Oír, Abogados Cristianos o el supuesto sindicato Manos Limpias, organizaciones que se presentan como defensoras de valores tradicionales, pero que a menudo promueven campañas cargadas de odio. Manos Limpias, cuyo secretario general Miguel Bernard fue condenado por extorsión y pasó más de dos años en prisión preventiva, sigue encabezando denuncias públicas contra figuras como Begoña Gómez o partidos de izquierda, bajo un aura de “justicia popular” completamente distorsionada.

Lo que antes era marginal, hoy se ve como “valentía”. Pero como decía Fromm en El miedo a la libertad, el auge del fanatismo no nace del poder, sino del vacío. Del miedo profundo a ser libre, a pensar, a asumir responsabilidades. En ese miedo, muchos encuentran consuelo en líderes que prometen pureza, fuerza y unidad. En ese miedo nace el impulso de atacar al otro como forma de afirmarse a uno mismo.

Y así, en lugar de denunciar a los que te suben la hipoteca o te bloquean el acceso a la universidad, se ataca al inmigrante. En vez de reclamar más vivienda pública, se viraliza un bulo sobre “ocupas”. En lugar de exigir condiciones dignas en la sanidad, se grita que “los españoles primero”. La lógica del miedo se impone sobre la razón. Y cuando eso ocurre, el autoritarismo ya no necesita tanques: le basta con influencers y titulares.

Hoy más que nunca, es urgente recuperar la lucidez. Defender los derechos no como un lujo ideológico, sino como una condición de posibilidad de una vida digna. Y entender que lo que está en juego no es solo la política o la economía. Es el alma misma de nuestra democracia. Y eso no se defiende atacando al más débil. Se defiende defendiendo al otro como si fuera uno mismo.