Cuando el tiempo te pasa por encima
A veces el mundo corre tan deprisa que uno apenas tiene tiempo de parpadear antes de que todo haya cambiado. Te detienes por un instante —quizá una crisis personal, una tarde de reflexión, una conversación incómoda contigo mismo— y cuando levantas la vista, sientes que todo ha seguido su curso sin ti. Es como si el reloj del mundo no esperara a nadie, y tú fueses solo un punto suspendido en medio de una corriente que arrastra sin pedir permiso.
La ciencia ha intentado explicar esta sensación con teorías tan fascinantes como desconcertantes. Albert Einstein, con su teoría de la relatividad, nos enseñó que el tiempo no es una constante universal. Que el tiempo, como casi todo, depende del lugar donde te encuentres y de cómo te muevas. En pocas palabras: el tiempo no siempre pasa igual para todos. Y a nivel simbólico, eso encaja demasiado bien con la forma en que a veces vivimos —o sobrevivimos—. Hay personas que se queman a los veinte años y otras que empiezan a vivir a los cincuenta. ¿Cómo medimos entonces una vida plena?
Stephen Hawking fue más allá: el tiempo, dijo, puede curvarse, expandirse, incluso detenerse en ciertas condiciones del universo. Y uno no puede evitar preguntarse si algo parecido no nos pasa también dentro. Si a veces no nos ocurre que se nos encoge el alma, que sentimos que el mundo avanza mientras nosotros estamos atrapados en una idea, en una ausencia, en una pregunta.
Y es que muchas veces esa pregunta es la más antigua de todas: ¿qué sentido tiene esto? ¿Hay una razón superior, un Dios, un propósito? Y si no lo hay, ¿vale la pena seguir buscando? La búsqueda de sentido puede convertirse en una prisión más que en una brújula. Queremos encontrar una estructura donde quizás solo hay azar. Y en esa obsesión por encontrar un centro que lo explique todo, perdemos los márgenes, la espontaneidad, el momento.
Hay días en que simplemente caminar, ver a alguien sonreír, escuchar el sonido de una calle tranquila, debería ser suficiente. Pero no lo es. Porque hemos aprendido a desear algo más grande, más definitivo, más eterno. Y mientras tanto, el tiempo pasa. El mundo no espera a que lo entiendas.
Quizá por eso construimos tantos paraísos artificiales, realidades paralelas donde huir del vértigo, del vacío, de esa angustia existencial que te muerde cuando te quedas solo y sin ruido. Cada cual encuentra su escape: trabajo, consumo, tecnología, ruido, evasión. Pero el vértigo sigue ahí, como un eco que no desaparece.
Y sin embargo, detenerse también tiene su valor. No todo tiene que ser productividad ni velocidad. A veces, el gran acto de resistencia es parar. Respirar. Escuchar. Vivir en desacuerdo con la prisa. Reconciliarse con el hecho de que no lo vamos a entender todo, y que eso también está bien.
Porque en un mundo que te exige certezas, hay algo profundamente humano en abrazar la duda. En reconocer que quizá el sentido no se encuentra: se construye.
Y si ampliamos aún más el enfoque, nos topamos con la física cuántica. Esa rama de la ciencia que estudia lo más pequeño, lo invisible, lo fundamental. En un universo donde todo parece moverse a velocidades vertiginosas, resulta curioso que no prestemos atención a lo diminuto.
Las partículas subatómicas, los átomos, los niveles más profundos de la materia... todo eso que nos compone, todo eso que no vemos, pero que rige cada una de nuestras decisiones, emociones, y hasta la manera en que el universo se pliega y despliega. La física cuántica nos dice que una partícula puede estar en dos lugares al mismo tiempo, que observar algo puede cambiar su estado, que la realidad no es tan sólida como creemos. Y frente a eso, nuestras preocupaciones diarias se vuelven absurdamente pequeñas.
Somos seres hechos de lo incomprensible, y sin embargo buscamos orden, lógica y estabilidad como si fuéramos engranajes perfectos. Vivimos con la ilusión de que podemos controlar algo, cuando ni siquiera estamos seguros de cómo funciona lo que nos mantiene en pie.
Tal vez ahí está la paradoja más bella: cuanto más nos adentramos en lo micro, más nos damos cuenta de lo poco que entendemos del todo. Y sin embargo, ahí estamos, buscando sentido, construyendo relatos, queriendo amar y ser amados. Si todo en el universo es incertidumbre y posibilidad, ¿por qué nosotros deberíamos ser diferentes?
Aceptar nuestra pequeñez no es resignación, es libertad. Es la posibilidad de mirar hacia dentro con humildad, hacia fuera con curiosidad, y hacia el tiempo con un poco menos de miedo.